No se si alguna vez te lo he comentado, pero a veces pierdo mi mente divagando en ideas que pueden ser de igual forma una completa genialidad o el más absurdo de los disparates. Aunque pensando un poco más profundo creo que no hace falta que te lo haya dicho para que lo sepas. Como sea, resulta que hoy es una de esas veces en las cuales mis pensamientos se condensan para terminar formando una de esos curiosos planteamientos que están a la misma distancia de ser una epifanía o un rasgo de locura neta.
Y bien pensado: ¿no es toda epifanía una locura en sí misma? ¿no toda locura conlleva cierto grado de epifanía en su haber? Pero ya en algún otro momento filosofaré sobre esa particular ambigüedad y sus implicaciones. Lo que me trae de nuevo a este teclado es otro asunto, si bien igual de ambiguo, más puntual: tú, amada musa.
Es una idea bastante curiosa el hecho que el escribir requiera una inspiración, una chispa que inicie la hoguera de ideas que han de ser vertidas a través de simples letras, pero que han de transmitir mucho más que eso, que no han de ser tornadas en banales palabras, sino en ofrendas mismas a elementos tan sublimes y etéreos como lo representan ideas, recuerdos y, en especial, sentimientos. Y según contó algún griego sabio en su momento: toda inspiración requiere una musa que la origine.
Y es ese mismo personaje, que recorriera nuestro mundo hace unos 2 milenios, quien nos narró la existencia de 9 musas, hijas del poderoso Zeus, fieles seguidoras del talentoso Apolo; quienes regían cada una sobre una rama distinta del arte en todo su esplendor, y las que, en los días en los cuales se sentían lo suficientemente complacientes, descendían a la tierra y susurraban al oído de los hombres para inspirar creaciones que iban desde sublimes hasta épicas.
Es al pensar en este hecho que ha surgido la idea recurrente que se niega a dejar de recorrer de forma continua los pasillos de mi mente: que tu misma eres una de las musas ya descritas. Lógicamente no he definido del todo los detalles de mi teoría. Por ejemplo, aún no se si inclinarme por el hecho de que seas una de las 9 conocidas por los autores, o si tal vez eres una décima escondida durante siglos. Pudiese ser tal vez, y solo tal vez, que incluso llegases a ser mi musa personal.
Y vamos que tampoco es una idea tan descabellada. ¿A qué más puedo atribuir tu perfección, si no a una existencia divina? ¿Como más podría llamarte luego de recordar todo lo que me has inspirado a hacer? Por ti he sido experto titulado en chistes malos, con tal de lograr que muestres esa sonrisa que tanto brillo le aporta a la vida misma; arquitecto profesional en remodelación de mundos, para tratar de crear a diario un entorno en el cuál seas más feliz; y como olvidar mi postgrado como explorador, no para encontrar La Atlantida o El Dorado, sino el camino a tus labios diariamente.
Pero si algo caracterizó la visualización griega de los diferentes mitos, es el hecho de que rara vez cumplían con el llamado patrón de "final feliz". Y nuestro pequeño encuentro no podría ser el que rompa esta tradición. Es por ello que, tal como hiciesen las poderosas inmortales que inspiraron a los antiguos poetas, te retiras al Olimpo del que viniste y me dejas sumido en mi simple humanidad finita, con tan solo un manojo de recuerdos. Hay quien afirma que la única forma de retener a una musa a nuestro lado es conocerla en el momento exacto, por lo cual pudiese ser que te conocí antes o después de lo que debía. Pero como no hay forma de saberlo, prefiero simplemente recordarte como mi musa a destiempo.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario