Abrazos. Deseos. Palabras. Lágrimas. Maletas. Nudos en la garganta. Mosaiquillos de colores variados en el suelo. Boletos. Más lágrimas. El sonido de aviones. Listas de llegada y salida. Una fila de gente. Y, finalmente, esa puerta con detector de metales que cruzamos, solo si así lo indica el papel en nuestras manos. ¿Les suena conocido?
A diario, éste es el panorama de incontables venezolanos que, entre la extraña mezcla de tristeza y anhelos, melancolía y esperanza, deseos y añoranza; abandonan la tierra que los vio nacer, en busca de nuevos horizontes. Pero puedo asegurar, sin temor a equivocarme, que en la mayoría de los casos no se trata de una decisión tomada por gusto sino de cara a la necesidad; como último medio para saltar el abismo al que día a día es empujada nuestra nación.
Aquel que con un ticket, que solo marca la ida, recorre el conocido camino de mosaiquillos multicolores y cruza la ya mencionada puerta, deja tras de sí mucho. Deja familia. Deja amigos. Deja amores. Deja los sueños con los que todos crecemos en nuestra tierra. Deja las ciudades que lo vieron crecer. Dejas las calles que recorrió para ir a estudiar, a trabajar o simplemente para pasear. Deja su vida, en busca de una nueva.
¿Pero qué otra opción tenemos ante la situación que nos arrastra a las más negras profundidades? ¿Qué más podemos hacer cuando todo ámbito de desarrollo humano posible ha sido pisoteado sin piedad por aquellos que debían preservarlo? ¿Qué otro camino nos queda aparte del auto-exilio, cuando sin importar cuanto amemos nuestro país, éste se ha convertido en un puerto pirata donde solo el más fuerte puede sobrevivir? Si alguno lo sabe, con gusto lo escucharé.
Cada día nos hemos acostumbrado más a ver como aquellas personas que nos importan, y que ocupan lugares especiales en nuestra vida, emprenden viajes para buscar hacer de un nuevo punto del globo terráqueo su hogar. Nosotros mismos consideramos muchas veces la posibilidad de tomar lo que podamos y reiniciar de nuevo en cualquier lugar que nos ofrezca mejores oportunidades.
Pero la costumbre y repetición cada vez mayor de este proceso no altera el cúmulo de sentimientos y sensaciones que nos llenan al despedir a un ser querido. La alegría de que abre las puertas de un mejor futuro, no sustituye la tristeza de saber que alguien que nos importa ya no estará tan cerca como siempre. Los deseos de éxito que proferimos, no quitan todos los recuerdos compartidos y que se manifiestan en forma de lágrima o nudos en el pecho. Incluso la tecnología de hoy, que nos permite estar en contacto instantáneo, jamás puede arropar a la energía que nos transmite un abrazo.
Pero lamentablemente es así: vemos familias fragmentadas con sus miembros dispersos; amistades que durante años fueron irrompibles, separadas por fronteras y mares; parejas que se aferran a sus sentimientos, buscando la forma de volver a sentir el calor de su amado.
Pero aún con este negro panorama, me niego a que perdamos la esperanza. Como dice la popular canción: "no hay mal que dure mil años, ni cuerpo que lo resista". En lo más profundo de mi ser, sé que en algún momento las cosas mejorarán. Los humanos tenemos una extraña capacidad de siempre encontrar la forma de reponernos hasta de las peores caídas. Por eso sé que más pronto que tarde volveremos a pisar los variopintos cuadros de cerámica, pero esta vez para abrazar a cada hermano, padre o amigo que regrese. Por eso, aun cuando a diario extraño a cada una de las personas que se han ido, me niego a decirles adiós, tan solo les deseo que sea un hasta luego.
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